domingo, 26 de julio de 2009

Caminé siguiendo las huellas, no debía salirme del camino, debía pisar donde estaba marcado, aunque las zancadas fueran demasiado largas para mis piernas, yo seguía pisando allí donde se me ordenaba, tratando de no tropezar, tratando de no caer.

Pero pronto el camino se llenó de piedras y el ritmo se volvió más difícil de seguir. Necesité agarrarme a las ramas de los árboles que bordeaban el camino, poco a poco mis manos, mis manos fueron llenándose de arañazos, mis brazos cansados y doloridos se esforzaban para conseguir que mis piernas siguieran caminando tal y como me habían ordenado.

Pronto la cima estaba ya a la vista, el camino era ahora mucho más escarpado, las piedras afiladas laceraban mi cuerpo, desgarraban mi ropa... pero tenía que seguir subiendo, apenas quedaban unos metros para llegar al final.

Una vez en la cima observé el camino recorrido, henchido de orgullo, lo había conseguido, había llegado al final. ¿Pero a qué precio? Mi cuerpo estaba ahora destrozado, lleno de heridas que difícilmente podían ser curadas.

Entonces algo empezó a pasar, la tierra tembló, mi débil cuerpo se desestabilizó y caí de rodillas al suelo. Frente a mí, la montaña empezó a crecer, y con ella el camino que yo debía seguir. Fue cuando me di cuenta de que siempre iba a ser así, siempre tendría que seguir subiendo. Esto nunca acabaría. ¿Pero quería yo seguir subiendo? ¿No era mejor quedarse donde estaba, curar las heridas, recuperar la energía, para poder seguir subiendo?

Tenía la opción de volver a bajar, regresar al principio, echando por tierra todo lo que había conseguido, el camino que ya había recorrido. Mi decisión fue quedarme, me di cuenta de que tan arriba ya no escuchaba los gritos que me ordenaban seguir subiendo, ahora podía decidir por mí mismo, y esperar que mi decisión fuera la correcta.

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