viernes, 3 de junio de 2011

Adrián se montaba cada día en ese autobus, a las 7 y media, según salía de la facultad de Medicina. Dos paradas más tarde se sube ella, como cada jueves. Y no se miran, al menos no directamente, pero los dos se sienten. Hasta que ella se sienta, de cara a él, nunca demasiado lejos, pero tampoco demasiado cerca. Adrián desea que todos esos gestos no sean imaginaciones suyas.

Y es que desde aquél primer día, en el que ella había mirado el libro que Adrián sostenía entre sus manos como si quisiera devorarlo, él se sentía hechizado por ella. Porque puede adivinar su estado de ánimo por la manera en la que ella apaga su cigarro antes de subir al autobús, porque le deja anonadado cuando de pronto saca su libreta y empezaba a escribir sobre la gran idea que se le ha ocurrido o cómo no puede evitar mover los labios cuando suena una de sus canciones favoritas en el reproductor.

Entonces ocurre lo que Adrián lleva semanas esperando. Ella aparta la mirada de la ventana y le mira, no le sonríe, no hace falta. Simplemente saca su libreta, escribe algo y arranca un pequeño trozo de papel. Y cuando Adrián piensa que por fin conseguirá su teléfono, ella saca un libro de su mochila y esconde el papel entre sus páginas. La desilusión en la cara de Adrián era obvia, ella debió darse cuenta, porque cuando le miró de nuevo, esta vez sí sonrió. Se levantó y dejó el libro en el asiento vació junto a él y se bajó cuando las puertas del autobús se abrieron en la siguiente parada.

Adrián esperó hasta que el autobús se alejó y ella se perdió de vista. Sacudió el libro con cuidado hasta que el pequeño fragmento apareció. Y al leer aquél sencillo "sé que te va a gustar" supo que esas palabras tendrían razón. Y sin esperar a llegar a casa se sumergió entre las páginas del libro, que para él olían a ella.

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