domingo, 22 de julio de 2012

Cuando el despertador sonó por décima vez decidió que ya era hora de levantarse. El sol ya había calentado su cuarto, y aún así, sacar su cuerpo desnudo de entre las mantas le costó un mundo. Sorteando prendas de ropa arrugadas por el suelo llegó hasta su armario, se vistió, sin pensar demasiado, como siempre, cogió el bolso y salió a la carrera. Tan sólo paró un instante frente al espejo que presidía el portal, comprobó que aún había restos de rímel en sus ojos que escondió tras unas oscuras gafas de sol, se arregló como pudo el pelo y echó a correr de nuevo. Seis minutos más tarde entraba por la puerta del trabajo, con la sonrisa puesta, e ignorando a su jefe, que se lamentaba de que la misma escena se repitiera cada domingo. Cruzó aquél largo pasillo, y dejando atrás el bullicio llegó hasta su pequeño bunker. Soltó sobre la mesa los trastos y corrió a abrir la puerta que daba a aquella playa que no tenía permitido pisar. Las 10:29, perfecto.

Y empezó el trasiego de gente, lo mismo de siempre, las mismas caras, las mismas historias. Hasta que entró él, pillándola por sorpresa con un abrazo empapado que la hizo estallar en risas, con mil historias que contar, con mil bromas sólo suyas, con esas miradas que sólo ellos entendían. Con esa forma de hacer correr el tiempo. 
Y así es como me rompes la rutina.






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