jueves, 5 de agosto de 2010

Escogió un bolígrafo rojo. Rojo sangre. Rojo pasión. Rojo carmesí. Qué importaba, rojo al fin y al cabo. Se sentó en la mesa a escribir. Cosas tristes, siempre cosas tristes. Se preguntó si escribía cosas tristes porque su vida era triste o su vida era triste porque escribía cosas tristes. No le importaba la respuesta, era así y punto. ¿Qué pensarían los demás de su tristeza? Ciertamente, eso tampoco le quitaba el sueño. Excepto su madre. Su madre que ya no le quitaba el ojo de encima, por si las cosa llegaban al punto en el que tenía que intervenir. Su madre, que nunca había tenido que preocuparse por ella, la más fuerte de sus hijas, la que jamás necesitó su apoyo. Tampoco ahora lo necesitaba. Rectificó en su cabeza, no lo quería. Prefería fingir. ¿Todo va bien? Todo perfecto mamá, aleja esos ojos preocupados de mí si no quieres que rompa a llorar. ¿Abrazos? Ni loca, me vas a desarmar. ¿Me quieres? Claro que te quiero mamá, pero sabes que siempre me costó decirlo en voz alta.

No era frágil, pero se sentía frágil. No buscaba apoyo, pero sabía que lo necesitaba. Ella siempre afronta las situaciones, aunque sólo deseaba escapar. Tal vez un día lo hiciera. Escapar de todo. Nueva ciudad, nuevo trabajo, nuevas personas. Nueva vida. Pero no es de las que escapan. Ella es de las que se quedan, lo encierran todo en un lugar de su corazón. Ese lugar que duele cuando llora. Ese que últimamente duele demasiado a menudo.

Sí, su vida era triste. Sí, seguiría escribiendo cosas tristes. Y sí, se levantaría como cada mañana, con el sol.

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